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En su juventud, Octavio Paz “le agradaba recorrer los largos corredores, los patios espaciosos y las columnas airosas de San Ildefonso, y admirar los frescos de Jean Charlot, de Fermín Revueltas, de Diego Rivera y de José Clemente Orozco”, acerca de los que tanto escribiría más tarde. En ese entonces la Escuela Nacional Preparatoria, recién obtenida la autonomía de la Universidad, contaba con una planta docente excepcional: Pedro Argüelles, Alejandro Gómez Arias, Antonio Díaz Soto y Gama, Samuel Ramos, José Gorostiza, entre muchos otros. Sin embargo, de entre todas las clases, el joven Paz sentía especial predilección por la de literatura hispanoamericana, que impartía Carlos Pellicer con una voz “como venida de ultratumba”, decía Paz. Años más tarde, recordaría que los de Pellicer fueron los primeros poemas modernos que escuchó en su vida, y subrayaba especialmente aquello de “modernos”. Para ese entonces, la Escuela Nacional Preparatoria, y en sí toda la Universidad Nacional, era mucho más que una escuela: era un modo de vida y un modelo a escala de las contradicciones, inquietudes y esperanzas del México moderno. Paz recordó siempre con afecto su estancia en San Ildefonso: “Esos años fueron el comienzo de algo que todavía no termina: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia.”

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